domingo, 23 de noviembre de 2008

Metaxiphos



–Lo ha abandonado todo.
–Lo sé.
–Me dijo que permanecería en casa el tiempo necesario para escribir todo aquello que le gustaría crear en su vida.
–Leí la primera parte… si cabe hablar de partes…
–Yo también.
–Eso de que cada una de las invenciones sugiera que la concepción del tiempo puede modificarse…
–El encierro…
–La duda…
–El tiempo mismo…
–Sí, lo sé. ¿Extraño eh? ¿No te lo parece?
–¿Tu también comenzaste a olvidar?
–El otro día me resultó difícil regresar a casa…


Con dificultad regresaba a casa después de esa charla. Las calles sucedían más como acontecimientos que como rutas y las cosas parecían crearse a su paso, como si las conociera por vez primera. La idea de una construcción para cada una de las invenciones no le dejaba en paz y se sentía presa del escrito, señuelo de la sugestión. Coincidencias, meras coincidencias– se decía cada que los objetos refulgían intensos como cuando se sube el apagador y las formas aparecen en las habitaciones. Culpó a la cerveza, a las presiones, no obstante las frases leídas se repetían en sus oídos y creaban a su paso espasmos temporales, la sensación de que nada habría de permanecer y que su ser mismo se encontraba en peligro, susceptible a la muerte pero también a la vida. “Máquinas para garantizar el olvido, libros que borrasen en sí mismos las palabras profanadoras del devenir, dispositivos obstructores de la sinapsis en el área de broca, artefactos para develar el mecanismo de los credos, constituciones y leyes en blanco, campos magnéticos microscópicos para abolir el arte de la relojería, un mundo, Metaxiphos, donde todo aquello tuviera cabida”, todo aquello parecía surgir del anhelo de abolir el orden histórico. Seguramente algo perturbaba a E y él no podía evitar sentir empatía. En efecto el mundo debía recobrar su estado original, el orbe antropoide había comenzado a amenazar tal estado hacía siglos, sí, ¿pero cómo podía la urgencia manifestarse con semejante realismo? Las cervezas– se decía –las cervezas.

Una vez que llegó a casa tomó las hojas de nuevo y se dispuso a una labor de crítica y corrección estilística. Ignoraba las intenciones de E al compartir al escrito, si llevaría a cabo o no sus proyectos, si todo eso no se trataba más bien de una evasión llevada a sus últimas consecuencias. Sin embargo le parecía necesaria la tarea, prestar atención a aquellas líneas irruptoras. Releyó las trescientas catorce páginas y veintiocho líneas sin poder emitir un sólo juicio satisfactorio, sin poder siquiera agregar una coma. El texto carecía de errores, o si los había, sobre todo en los verbos, resultaban inofensivos a la consecución temporal. Un presente histórico plagaba el texto de infinitud. Tenía la sensación de haber perdido toda referencia temporal, de que habían transcurrido días y días desde que empezó a releer el texto y que poco podía decir ya del lenguaje. Una abismo, por lo demás concreto, espacial, tangible, habitaba su interior como una urgencia por la muerte de todas las cosas.

Al día siguiente, aunque poco coincidiera con lo que un día siguiente implicaba normalmente, asistió a trabajar. Por alguna razón extraña, quizá en un ánimo de comprobación absurdo, le pareció necesario revisar la ley de tránsito por aquello de los accidentes cercanos a los puentes peatonales. Aventó el mamotreto cuando al abrirlo advirtió que todas sus páginas se mostraban en blanco. La oficina permanecía cerrada, lo cual le permitió escandalizarse sin público. ¿Qué hora es? se preguntó a fuerzas de asirse a algo cierto. Las manecillas del reloj se habían detenido. Las pilas– se decía–las pilas.
En eso sonó en la puerta una serie desenfrenada de golpes. –Pase– gritó intentando recobrar la calma.

¬–¿Olvidó la reunión?

Sin decir palabra siguió a la persona a la sala de juntas. Le esperaban molestos una decena de puntuales y un proyector. ¬–La presentación?– profirió alguno de ellos, y así sin decir palabra salió corriendo de la sala al percatarse de que no sabía de qué se trataba todo aquello.

Regresó apresurado a su casa a medio día, sorprendido que al llegar e insertar la llave en la perilla los rayos del sol se habían ocultado. Resultaba interesante y aterrador pensar que aquello en verdad sucedía. Maligno también, como si E, al permitirse renunciar a cierto orden tuviese la facultad de erigir uno propio mediante la escritura y afectar el de quien lo leía. ¿Hasta dónde podría llegar aquello? Quizá el museo habitaba en la conciencia del lector, Metaxiphos se creaba en la lectura, hermenéuticamente posible, probable a sus anchas. ¿Pero cómo regresar al tiempo acostumbrado? E tendría una respuesta. Salió apresurado, pero con una prisa más bien ansiosa y a la vez conciente de que quizá pasarían noches antes de llegar. No le importó, debía existir un remedio a tal conjuro.

Al salir el sol apenas se elevaba. Ignoraba cuánto tiempo pasó pensando en Metaxiphos, en las construcciones, en su vida ahora perturbada por una simple lectura. No se podía vivir así. Debía llegar a casa de E y pedirle explicaciones, al menos compartir la experiencia. Siguió dando pasos y regresó a su casa antes de recordar que se dirigía a otra parte y prefirió seguir caminando, en cualquier momento podría llegar a casa de E. La noche nuevamente apresaba sus sentidos, presente, aconteciendo como si la luz misma se creara conforme avanzaba. Y aunque estaba cierto de que el cambio residía no en los astros, aquello se presentaba a sus ojos como una verdad e intentaba confirmarlo en los ojos del resto. Nada, estrellas y luceros interactuaban entre ellos según lo acostumbrado, según la indiferencia que mantenía al hombre lejano ya del devenir desde hacía siglos. Pero para él todo aparecía distinto, aparecía así, lejano de su ontología, lejano de su posibilidad de nombrarse mediante una oración copulativa. La era de la abolición del nomoteta se presentaba antes sus ojos y nadie más podía compartirlo, quizá W, pero quizá se verían sin decir palabra, sin nombres para describir aquello, sin más que un consentimiento asqueroso que confirmaba no otra cosa que el absurdo de este orbe y al cual, sin embargo, debía regresar, costara lo que costara. Una probadita bastaba.

Insistió dirigirse a casa de E, debía existir la manera de hacerlo, de recordar. Olfateó, vio, intentando reconocer las formas, con el deseo de volver a dirigir sus corceles, blanco y negro, olvido y recuerdo, su propia ceguera con tal de situarse en el mundo humano nuevamente. Regresaba a su casa, contaba las cuadras pero los números aparecían cada vez más disímiles, ignotos, sin referencia en las cosas. Tras varias noches y días, sin nada que pudiese mostrarse como un recuerdo, así nomoteta sólo de su propia imposibilidad, prefirió confiar en el ritmo de sus pasos. Escuchó sus pisadas, una tras otras sin prestar atención a las formas que se creaban a su alrededor. Uno tras otro los sintió, caóticos como la algarabía de un árbol repleto de trinos, rítmico como una síncopa serena, la fuerza de la conciencia ordenadora y el devenir tomados de la mano. Desesperado en su baile, constante sin embargo, se percató de la noche nuevamente y a lo lejos de un edificio, una estela que quizá algo le esperaba. Se dirigió con dificultad a ella y entró motivado por un hado proveniente de su propia locura. Abrió una puerta majada por el tiempo como él. E lo esperaba sentado en su escritorio con un fajo de manuscritos recién salidos de su pluma.


–Apenas puedo hablar, pensar. ¿Qué hacer tú? A W. le ha pasó igual. Se matado. Vez?
–Sólo el creador permanecerá incólume.

Comenzó a golpearlo, a proferir gritos indescifrables hacía él. La furia de haber padecido por noches y días el sinsentido del mundo divino lo instaba a matar al autor de tal fechoría.

“!No sabes, maldito!” intentaba decirle, manteniendo la impresión en el oído sin poder decírselo mientras lo sujetaba del cuello en el suelo –no, tú, maldicho, regresa a mí la hora, la Histeria…

El cuerpo de E yacía en el suelo helado cuando una manecilla emitió un sonido. Corrió a la pared donde colgaba un reloj y advirtió que nuevamente hacían su curso, rítmico como los segundos de siempre, placebo para su próxima existencia. Sobre la mesa posaba la próxima entrega, un fajo de manuscritos en última primera hoja se leía:

“cabe mencionar por último el que seguramente es el más interesante de Metaxiphos: el Museo de la Historia, un pequeño edificio dispuesto en forma de anfiteatro cubierto en el que sólo se conserva el cronostatoscopio o "cámara de Moriarty" que sirve para condensar la luz que regresa…






1 comentario:

Unknown dijo...

Me declaro seguidora de este blog al que llegué de rebote.