martes, 11 de noviembre de 2008

Fábula para la ocasión



Alguna vez hubo una liebre que deseaba atarse la idea de una zanahoria a la boca. Ya en varias ocasiones, se había olvidado de su forma en la madriguera y, al salir perdía las horas distraído hasta que recordaba que debía buscar un carótido singular, alimento propio de su especie. No era que la liebre tuviese un reloj con el cual medir el tiempo o que su fisiología lo determinase como un devorador de zanahorias, sino que andaba entre las grietas de las hortalizas, asombrado, probando las legumbres más deliciosas hasta que la luz del sol la abandonaba y llegaba con las garras vacías a la comuna. Entonces explicaba a los suyos que no había visto zanahoria alguna, que la huerta estaba repleta de manjares, y que sentía no haber cumplido con el cometido de su especie. No era la primera vez que había procurado llevarse consigo la intuición de aquella minucia de campiña. Pensaba que en el silencio del escondrijo, atada la idea a su boca, podría concentrarse en el olor de aquella forma que vibraba bajo sus bigotes. Así mismo pensaba que, en el reducido espacio que sin duda no era un salón de esos que acompañaban los laberinto en otro tiempo, podría hallar en el eco de los canales la nemotecnia ideal. Sin embargo, sentía que en aquellos canales atestados de mierda, de variaciones de una misma idea, su libertad se eclipsaba; se sentía como ceniza después de un día de lluvia, como una masa confusa, idéntica a su entorno. Aun así, salió por la mañana portando en sus pelaje y su olfato, la idea de su zanahoria. Recorrió las siembras que acostumbraba, arrastrando las patas y llevando en sus movimientos, tan sólo la fuerza del cumplimiento. Anduvo sin anhelos, y era tal su tristeza, que comenzó a percibir en el suelo sólo rocas y zurcos vacíos, cual si la idea única de la zanahoria le impidiese ver todo el alimento de la tierra, sus bichos, sus destellos de mediodía.
Decidió entonces comer algo para soportar la jornada y recostarse bajo la sombra de su árbol predilecto, del cual, podía apreciarse el paisaje que él tanto amaba. Recolectó su banquete en las huertas que solía frecuentar y poco a poco recobró su frescura y la gracia en la mirada, se sentía libre de nuevo. Ya reunidos los manjares, recostada junto al árbol, la liebre observó a lo lejos una forma de entidad similar a la suya, era también una liebre, y al observar con cuidado vió otra y otra y otra, todas en posición de recolecta, bajo el sol ardiente, portando consigo zanahorias, todas en las que ella no había reparado. De pronto las vio como esclavas, presas de un cometido que quizá ni siquiera cuestionaban. Y vio también a su lado su agasajo, y en lo altos, las hojas de un árbol precioso, y sintió felicidad. Se sentía libre, y comprendió que todo aquello era real. Entonces comenzó a comer y se decía a sí misma mientras llevaba los alimentos a su boca—¡Este por aquella zanahoria que no es mía! ¡Esta col por aquella otra! ¡Vivan mis legumbres!—. Y en aquel regocijo pasó la tarde entera, y observaba a su compañeras y sentía compasión por ellas.
Al regresar a la madriguera, vio a todas cargando sus zanahorias, todas trasladándose en saltos agotados y portando así mismo, la satisfacción de una jornada productiva. Ella llegó de nuevo con las manos vacías y los sentidos colmados de sabores y texturas. Un gozo extraño recorría sus venas y desconoció la frustración que solía experimentar cuando aquello sucedía. Ya no le importaban las zanahorias ni los deberes de la comuna. Comprendió que podía ser distinto, que había suelo suficiente para construir un nuevo hogar y que se podía almacenar para el invierno cualquier otro tipo de deleites. Salió al día siguiente para emprender su nueva vida.

Más vale vivir como el hombre que sale a dar un paseo por el malecón con el dinero y la lista de pendientes en el bolsillo, y regresa con el billete íntegro y la cabeza colmada de imágenes marítimas, que como la liebre común que sale buscar la zanahoria, congruente a su especie, y regresa con el alma vacía de impresiones nuevas.

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