martes, 15 de julio de 2008

La Cegüera


—Y para acabarla de amolar, ya la bromearon diciéndole que le había metido el pie a La Señora.
—Dicen que entre broma y broma la verdad se asoma.
—No la creo capaz, quizá inconscientemente; lo del cepillo fue una cosa, pero no es para tanto. En fin, me despido, nos vemos el fin de semana.

Colgó el teléfono y observó a través del vidrio las ondas sobre las losetas del patio. Espejismos del calor veraniego que lo mismo evaporaban el sosiego. Imaginó al yerno de La Señora, seguramente la situación le parecía más cómica que trágica. Así era él, por eso la suegra desconfiaba tanto.
Subió por las escaleras hacia la recámara atraída por una suerte de premonición. Entonces apareció la figura de la hija en el pasillo
—Quiere que Tú laves su dentadura.
Ahí estaba. Hacia diez minutos que salió de la alcoba. En verdad parecía que La Señora lo hacia para enfadar a su hija. Aún tuviera una campana o una corneta para llamar a cualquiera que quisiera ofrecerse a atenderla, gritaría su nombre.
—Ahí voy—.
Paró un momento frente al bisnieto de La Señora y lanzó una llamada de atención tratando de encubrir con un gesto adusto la complicidad que tenía con él, experto en sacar a la abuela de sus casillas.
—Ándale enano, guarda el balón, al rato jugamos.

La encontró bajo el marco de la puerta.
—Sólo quiere que Tú la atiendas.

—A ver señora, eche aquí su dentadura.
Salió de la alcoba con la mordedera en un vaso de plástico con cierta arrogancia, finalmente a ella no le había permitido lavarla, así como colocar el cómodo debajo de sus glúteos desnudos, bañarla de cuerpo completo, administrar los medicamentos y darle de comer en la boca. A la hija le correspondía ser la enfermera auxiliar encargada de invitar a las visitas, recibirlas con esa gracia particular que sus hermanos envidiaban y subir helado en copas a la habitación, no sin antes verificar que todo estuviese en orden –no fueran a pensar las visitas de elite que sufría un conflicto económico, mucho menos después de la enfermedad de su marido.

Tras lavar la dentadura entró nuevamente a la recámara, entregó la mordedera a La Señora y sacó de su bolsillo un cepillo de dientes partido por la mitad.
—¿Qué le pasó a tu cepillo de dientes? ¿O es el mío?
La hija aparentó sorpresa.
—¿Cómo?
—No sé si sea el tuyo o el mío, pero esto llegó a su límite, creo que deberíamos concentrarnos en que La Señora necesita ayuda y estamos aquí para ello.
Salió de la recámara a punto de enfadarse pero prefirió reír, y a apenas bajaba el tercer escalón cuando la hija preguntó apoyada en el barandal
—¿No estarás pensando que yo lo hice, verdad?
—Sólo me pareció demasiada coincidencia, voy a suponer que es el mío—desgraciadamente sus cepillos eran idénticos—dijo sin voltear, bajando las escaleras con el ceño tallado de ironía.
Al subir de nuevo con la toalla que requería La Señora para lavar sus manos, apenas la entregó a la fracturada cuando la hija volvió a preguntar lo del cepillo.
—Creo que es momento de hablar.
Tomó su cajetilla de cigarros y la condujo a su recámara. Le habló de espaldas viéndola a los ojos a través del espejo del tocador.
—Entiendo que la cosa no es conmigo, pero ya estoy en medio del asunto…

La cosa era cierta. Su madre nunca la aprobó del todo y cada visita había sido, desde su casamiento, una nueva lista de motivos para alimentar su rencor. De cualquier forma, había que hacerla entender que La Señora era así con todos y que a sus ochenta y tantos años no habría algo capaz de hacerla cambiar. Intentó con varias analogías —Con la menor pasa igual…la cosa es que al resto de sus hijas no las conoce en la intimidad del hogar, y a ti sí, como a la otra que vive fuera, por ello tiene conflictos también con ella; al resto las conoce de ‘visita’, no sabe cómo tienden la cama, cómo arreglan los armarios, y cosas así por el estilo. A La Señora le gusta entrometerse, pero no te lo tomes a pecho, no te está juzgando como ser humano, trata de educarte como hija.
—Siento tanto dolor…
Entonces sacó su diario, cuya finalidad era sacarle provecho a las pasiones y dejar claro lo tanto que amaba a sus seres cercanos. Leyó pasajes sobre la muerte de su hija, sobre el sentido de la vida. Había entre líneas la agonía lenta de quien detesta la vida y persiste en ella por complacer a la sociedad.
—Pero nunca he podido escribir nada sobre ella. Quiero decir cosas bonitas, pero no puedo.
—Quizá deberías primero desahogarte, escribir lo que realmente piensas.

Se dejó abrazar por ella, la apapachó con unas cuantas palmadas y no hablaron más del tema, ni del por qué le había dolido tanto que el hijo mayor no le encargara el dinero de las medicinas, ni por qué ella no podía cuidarla sola.
…Si tan sólo pudiera percibir la desilusión, el odio que subyace las líneas que considera tan inocentes— pensó al bajar nuevamente las escaleras. En La Güera había cierta ceguera intrigante, la máscara inocente de la víctima, un odio profundo al victimario elegido por ella desde niña. Había en ella un poder de caracterización capaz de transformar a La Señora más querida de la familia en un ser insensible y malvado, así como de revivir las batallas de la adolescencia ya en su edad madura, lo cual podría servir para argumentar a favor de su locura o de la malformación cerebral que probablemente había heredado de su tía, sino fuera por el hecho de que La Señora era La Madre de La Cegüera.



El resto de la familia llegó una semana después de la caída. No faltaron los cuestionamientos, el morbo siciliano que los incitaba a preguntarle cómo se había comportado la hija en estos días. Ya todos sabían que había llorado un par de veces, y que había dejado de comprar el periódico y de asistir a las reuniones de la societé del deportivo para dedicarle todo su tiempo a La Señora. También sabían que invertía la mayor parte del tiempo en arreglarse para recibir a las visitas y tener la casa impecable a todas horas. Y por ello todos estaban profundamente agradecidos, aunque ella se empeñara tanto en ser reconocida como la enfermera estelar. Tal vez, sino fuera por sus risas, su figura extrovertida y su afán por mantener la casa llena, La Señora se hubiera instalado en la depresión, y muerto quizá, lentamente. Mientras el doctor y quienes atendían sus necesidades primarias se encargaban de mantener el cuerpo de La Señora, ella se encargó de mantenerle el alma despierta.


Pasaron los meses sin que La Cegüera visitara a su madre en la casa de su hermana menor, sin que pudiera demostrarle al resto de la familia, ni a La Señora, que podía perdonar y cuidarla. Alguna vez comentó que había empezado a escribir sobre La Señora, quizá cuando termine, si es que la muerte no la visita primero, pase a hacer visita a su madre.





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