martes, 15 de julio de 2008

Esquela de un moribundo

Yacían junto a él la memoria de los muertos y el recuerdo de su propia muerte. Epígrafes fugaces que repetían la historia de los difuntos. Una esquela sobre la frente de los ausentes y sobre la suya, una inconclusa, un montículo de fragmentarias anécdotas que le señalaban, nombrándolo asesino. Ahí tendidos los epígrafes que respiraban, los remordimientos que languidecían, como sus músculos, fuertes a penas para sostener el revólver. La vida había sido veloz para todos, una ráfaga, seis teclas presionadas por un ancho dedo. M-U-E-R-T-E. Y las historias que sangraban frescas en el suelo.

Podría salir del lugar y arrepentirse, él que afortunado meditaba sobre su propio fallecer, él que podía elegir aún: un si o un no, pero también las bifurcaciones. La posibilidad de huir, la de morirse ya, la de vivir otro tanto. Todo ahí y en él un todo inaprensible. Él un dios y el dictamen atrancado en su escéptico pescuezo. Y el destino inevitable. Finalmente debía jalar el gatillo. Porque si saliese, pasaría frente a él un gato negro, un cuervo o la muerte misma; entonces regresaría al sitio convencido de la mitología antigua, y escucharía justo antes de jalar del gatillo la voz de una ker, la tétrica bienvenida de una dama al mundo del cual nadie vuelto. Pero no era necesario evadirlo, la muerte le había citado ahí, consigo mismo. Se trataba de una alevosía indominable, la posibilidad de esculpir su lápida y redimir un trazo, de elegir un solo relámpago en el peligro.


Saldría. Saldría si el sol le permitiese narrarse otro tanto, dilatar la hazaña de sus dedos asesinos, sus asesinos labios sin redenciones y su asesino cuello que debía posar firmemente, justo antes de jalar del gatillo. Un gato negro pasaría y el sol un segundo más para la historia, la justa lápida que tallaría antes de caer en la fosa, arrepentido. Y ahí la memoria de los muertos, su madre, su niño, su mujer; un niño del cual apenas recordaba el nombre, las caricias de la mujer que amaba y su madre, que lo amó tanto, y las borrascas de sueños a medias y su mediocre estilo de resolverlo todo. Y sin embargo los epígrafes resueltos, todos llenos de sentido, como su lápida, cuando percibió que matarlos era necesario para desaparecer y cantar para las estrellas las vidas que anhelaba. Un hijo maduro y una mujer serena; pero sobre todo una madre que nunca le hubiese traído al espectáculo, una madre que nunca madre hubiese sido, y él la no existencia. Y junto a él la memoria de los muertos y el sol que nada de tiempo porque la eternidad era su nombre.

Una sola bala y la lápida negra, el no nombre para él y el gato negro que caminaba entre sus piernas, la ker que susurraba y el mérito de una terrible invitación. Nada le impedía matarse, ni siquiera el remordimiento. Pero saldría. Saldría a orinar sobre su fosa y defecar sobre la piedra inexpresiva. Sería funeral de residuos, como él uno más sobre la fértil tierra, abono para gusanos que lo mismo harían otro cuerpo, otra larva que pudiese pensarse y ser dios. Saldría a orinar y llegaría un vagabundo a pedir unos céntimos; pero nada traía en el bolsillo y regresaría a jalar el gatillo. Lo mismo si llegase una niña que vendiera flores. Y entraría insatisfecho para masturbarse antes de morir. Recordar los senos de Catalina y su pene entre ellos, el primer vómito del embarazo, la tifoidea de su infancia, la cistitis de su madre. Todo ello orinaría sobre su lápida, el germen de su muerte, su flácido miembro. Se masturbaría con el revolver, acariciando la cabellera de la difunta ausente. Recostado sobre el vientre de su madre, olería la vagina que le vio nacer, y después de dar a su hijo un beso sobre la frente, y a su madre en el ombligo, jalaría del gatillo erecto, casi a punto de caer dormido.


Entraría algún policía tras oír el disparo y agonizante, narraría todo lo sucedido y le mataría igualmente. Preservaría nuevamente su no existencia y el sol un testigo tácito. Olfatearía su sombra y lamería el suelo, recordándose. Pero él ya estaba muerto y la historia un forúnculo en el ano, una incómoda remembranza. De él cuando Adela y los hijos que no fueron, y el descendiente de Catalina tendido ahí como un ángel. Adela y sus caderas anchas, su madre que la odió y su vientre un fétido pescado. Charcos de sangre, la memoria, las esquelas y una huella vacía, una honda huella que nada dependía de él. Rubén Jiménez y una erre que rumía junto a los cadáveres, una jota que ancla para nadie, tan sólo el gancho asesino de su descendencia. Rubén Jiménez y lo que nunca Adela, él un dios y los mortales remordimientos, un nihilismo infructuoso y ahora, en el tedio inmóvil, los recuerdos, la ofusca sensación de haberlos matado a sangre fría.


Su madre había llegado ahí por casualidad cuando él preparaba un suicidio anónimo. Coincidieron ahí, donde tiempo atrás vivió con sus padres, la casa que abandonaron cuando las mejoras económicas y después su padre y el trueque conyugal. La madre de Adela y la suya, grandes amigas hasta entonces. Las visitas a la casa nueva de su padre, la intimidad con Adela y Catalina que esperaba siempre en el parque; él y su padre, grandes odiadores de su madre. Adela y su madre, redentoras de una vida amarga, la pedantería de su madre y las costumbres burguesas, las exigencias del vientre ahora muerto, y ellos, cómplices de un mismo adulterio, huyendo a hurtadillas a casa de las hermosas meretrices. Todo ello y la felicidad, hasta que la madre se enamoró de otro y Adela lo mismo, y entonces sólo el refugio de la casa que abandonaron, los encuentros furtivos donde resucitaban la sensación de libertad, y la madre que los buscaba ahí, donde al a penas oírla huían corriendo a zancadas, conquistando la huida a carcajadas, el instante de la no atadura. Entonces cada uno retomaba su camino silencioso, para descubrirse después regresando al lugar, para verla a ella que lloraba en el pórtico. Nada de remordimientos, se decían.


Para entonces él ya vivía sólo y después resolvió el matrimonio con Catalina, fiel y burguesa como su madre, de brazos delgados y senos turgentes, una dama preparada para dar de mamar, la fertilidad en sus ojos, la promesa de una familia equilibrada y él redimido de una vida sin rumbo. Pero ahora él y el padre muerto, y el recuerdo de la intromisión de su madre. Adela una idea y el rencor entre ambos como un muro. Ella lo vio con el revolver, y le rogó que no lo hiciera. Entonces la llamó “burguesa”, y ella comprendió que la odiaba y calló, y estalló en llanto quedándose sola y el suicidio un fracaso. Él salió corriendo sin cesar hasta que de sus agallas brotó una determinación y regresó. El vertiginoso cauce de sus pensamientos, Adela y su madre, la vida con Catalina, su horrorosa vida con ella y su hijo, ese fermento de tedio y burguesía, de costumbres llanas y la vida antiheróica, el aburrimiento, el deseo de no haber nacido, y frente a él la culpable de todo ello, sentada en el pórtico. Sin meditarlo jaló el gatillo, y continuó corriendo. Quizá la había matado inconsciente, pero tan sólo había sido falta de premeditación, como la muerte de Catalina, como la muerte de su hijo. Encuentros casuales que interrumpían un suicidio.

Procuraba darse muerte después de trabajar, una vez a la semana. A hora puntual regresaba al mismo sitio tras seguir la rutina del suicida común: tomaba unos tragos, y al perder el sentido del tiempo y la proporción, salía a caminar solitario por las calles de la ciudad. Lamentablemente, el escenario no era el adecuado: los mercados en las calles y sus plásticos de colores, el bullicio del tráfico, los atardeceres luminosos que más correspondían a una vida sencilla y apacible. Se resignó a una muerte antiestética. Había comprado su lugar en el cementerio unos años atrás, el revólver y la lápida hacía unos meses. Él mismo talló su nombre: Jimén Rubénez, una sencilla metátesis que borraba su nombre de la historia. Cavó su fosa detrás de la casa abandonada y calculó la distancia que podría recorrer moribundo hasta ella. No más de diez metros a gatas. --Y no más de diez días-- se decía en su rastrero andar hacia la nada. No más de diez días y los meses, y la inconciencia premeditada, el olvido de sí que había logrado conquistar en la reiteración de una sola idea: la de su muerte. Y sólo pudo ser hasta la muerte de los suyos.

Y ahora recordaba todo, colmado de furia, los hechos que precipitadamente se sucedieron uno tras otro. Después de su madre todo fue una huída inútil, un postergar que tan sólo causó la muerte de Catalina y de su hijo. Cuestión de un par de horas. Regresó a casa por la noche tras dar muerte a su madre, crudo y asustado. Catalina y su hijo le esperaban a cenar. Corrió a abrazarles, y ella en silencio tan sólo abrió los brazos, resignada a absorber el dolor que percibía en su marido. Indignado por el consuelo, salió corriendo y ella, tomando al hijo de la mano, salió tras de él. Llegaron al lugar donde él los esperaba con el revolver en la mano. Bastaron dos tiros.

Y ahora estaba él ahí, tendido en el cuarto frío. Él y un suicidio que nada de lamentaciones dejaba tras de sí. Nadie para recordarlo y él con los recuerdos, la victoria de una muerte sin funeral. Ahí en el calor que cesaron de desprender los cadáveres cuando los llevó a la fosa, el hedor que desde ahí surgía, sus marchitas entrañas y las suyas a punto de perecer. La muerte y él a solas y el citatorio al que acudía con la forzosa valentía del asesino. Él, Jubén Riménez, Rimén Jubénez, cualquier esquela que no fuese la suya, una historia nueva. La Adela del infierno que le esperaba, su padre sentado en el banco de siempre, con su amorosa entre los brazos. Una fiesta en llamas que le esperaba sin Catalina, sin su hijo, sin su madre. Un festín ardiente sin ellos, para los cuales estaba hecho el cielo.

Bastaba tan sólo jalar el gatillo para salir a gatas hacia la fosa, y halar hacía sí la lápida si le fuese posible. Morir por él mismo, como lo hacen los grandes hombres. Bastaba un adiós a la pestilencia de su vida para alcanzar la perfumada topografía del olvido, del más puro arrepentimiento de haber sido él. Bastaba empuñar el revólver y jalar el gatillo, jalarlo para conquistar su infierno, empuñarlo y Adela en su cabeza, su padre, los hijos que no fueron y el hedor de los muertos, empuñarlo y jalarlo, y él ahí tendido, y el disparo que fue, y él, que ahí yacía, sin poder siquiera levantarse a ver su tumba desde la ventana.

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