martes, 16 de septiembre de 2008

Allaska Pollock


Sólo se trataba de un nombre, de una mera coincidencia, o imposición, quizá producto de un contrato publicitario parecido al suyo, un monto considerable a cambio de unas cuantas palabras persuasivas, retórica para el mercado internacional. Alaska Pollock. Lo cual resultaba irónico cuando el animal, que no portaba más de dos colores en sus escamas, ni siquiera en sus aletas o sus ojos, esas canicas plásticas que tanto intrigaba a los extranjeros a bordo del Golden, vestía un traje moteado, nada de rayas interfectas, curvas, escupitajos de luces marinas; no, el animal era pardo y moteado y se llamaba Pollock.


Tan sólo debía escribir unas palabras para él y a favor de los alimentos comprimidos, el surimi en particular, útiles para cualquier tipo de invención moderna como los rollos de Sushi, a pesar de su presumida antigüedad con la cual lograron los japoneses hacerse de una identidad culinaria exportable. Unas palabras y listo, adiós a los delgados muros de su camarote, no más desayunos frente a la gélida marea rodeado de cientos de esquimales habituados a convivir con el blanco y uno que otro extranjero como él, de los cuales apenas uno más era asimismo hispano y odioso; odiosamente labioso para decirlo mejor, tanto, que lo mismo daba intercambiar unas cuantas palabras entre cada bocado con él que sólo engullir los alimentos y observarlo. El tipo sólo hablaba sobre él, lo cual refutaba aquello de lo cual tenía meses tratándose de convencer. Su silencio era tan inaudito y extraño como los amaneceres. Lo mismo su lejanía. A solas acostumbraba vivir y nada había en el dichoso buque lo suficientemente asombroso como para abandonar su pasatiempo de autista ejercitado y salir a buscar aventuras por los pasillos. Las palabras para el Pollock podrían salir de su cabeza, realmente nunca había requerido más de una conversación para obtener sus frases célebres; bien hubiera podido inventar el slogan desde su hermoso departamento en el último piso del edificio, ahí donde nada ni nadie perturbaban su pensamiento y donde las únicas conversaciones necesarias para sobrevivir eran las llamadas que lacónico hacía al despacho y a la vinatería de la cuadra. Nada más era necesario.


A estas alturas del viaje aun no entendía para qué tanto derroche: vuelos internacionales, hospedaje en categoría de capitán en el Golden Alaska, tres meses completos en alta mar y ¿todo para qué? Para conocer el proceso de aniquilamiento de un pez que ni siquiera respondía a su nombre. Un pez cuya característica era carecer de particularidad, cuya única función en el orbe consistía en ser desmenuzado para maquila de un producto para las masas: un pez sin identidad para las no identidades. Ahí estaba el slogan del Alaska Pollucionado para la polución de este orbe donde no quedaba otra escapatoria que autodeterminarse en la soledad. Sí, autodeterminación, sobre todo cuando el dichoso pescado lo había llevado al buque más sobre poblado del hemisferio norte. Y él que creía aquello iba a ser la gloria ártica, que nada habría de ruido bajo el hielo y ahora parecía ser todo lo contrario.


Todo aquello lo navegaba del oído al ojo mientras procuraba en la ebriedad un estado suficiente de concentración como para olvidar que afuera del camarote la algarabía estaba al orden del día, que bastaba asomarse al pasillo para recibir un saludo y escuchar a cientos de orientales darse instrucciones entre sí, el ruido de la maquinaria, las chimeneas y el océano, el océano siempre inconforme, dándose de golpes a diestra y siniestra como el más grande sadomasoquista de la naturaleza. Por ello prefería resguardarse tras muros y observar, en una suerte de ritual de abstracción, el agua que se estrellaba contra la ventana y la cubría conforme el Golden cortaba las olas para luego dejar sólo gotas que lo mismo regresaban a su sitio hasta que la quilla, como garra de acero, daba un zarpazo al piélago al levantarse la proa y entonces el agua dibujaba una diagonal a través de la ventana circular incitándole a dar otro trago y perderse ante el sistemático espectáculo recostado en su cama individual.


Había repetido la escena cuantas veces se lo permitieron las provisiones de ron que atesoraba y suministraba con cautela hasta que un día devino ante sus ojos el fondo de la última botella. Entonces no hubo más remedio que salir y enfrentarse a la vorágine y el bullicio.


Caminó entre los pasillos laberínticos del buque mecido por el movimiento y su ebriedad. Rebotaba de un muro a otro impulsándose a la vez con cada golpe para seguir avanzando y llegar a la cocina. En ella los utensilios y cacerolas chocaban entre sí sincopándose con el ruido de los tablajeros orientales que fileteaban los pescados después de remover sus escamas, cortar sus cabezas y extraer los ojos que con gracia depositaban en recipientes inmensos y transparentes. El resto paseaba de un extremo a otro señalándose, contando quizá tretas de navegación o haciendo burlas hacia los compañeros que para él tan sólo eran estruendo vago y sin sentido. Discurrían estrepitosos y sin hacer contacto corporal alguno, lo cual explicó la sorpresa con que fue tomado uno de ellos al tomarle por los hombros Augusto preguntando por alcohol de manera desesperada. —Ron, ron, vino— decía con angustia, aun más por la turba que por la sed misma, mientras llevaba su pulgar a la boca semejando una botella o pretendía tornearla en el aire con sus manos, —wine, wine, ron.


El ojirasgado señaló un par de puertas al fondo de la cocina hacia las cuales se dirigió apresurado, esquivando las tanquetas en que reposaban los pescados guillotinados y evitando resbalar a causa de los restos de vísceras, escamas, vértebras y demás retazos marinos regados por el suelo. Al llegar a las puertas y empujarlas con los hombros apareció ante sus ojos un salón de enormes dimensiones en el cual había tablones dispuestos simétricamente rodeados por decenas de batas blancas, cofias y redes para el cabello. En la mayoría de ellos yacían montículos de masa que incrementaban conforme los cocineros amasaban una pasta blanca y la incorporaban al mazacote que tenían en frente. Un movimiento impresionante invadía el salón. Las puertas de los congeladores se abrían constantemente para dejar pasar a quienes transportaban las tanquetas repletas de Pollocks y las colocaban junto a los tablones del extremo izquierdo donde numerosas manos, particularmente femeninas, desmenuzaban el pescado que extraían de las aguas heladas. Otro tanto transportaba el pescado desmenuzado hacia otras mesas a las que luego regresaban con recipientes repletos de una masa similar al migajón de los bolillos que otras decenas de manos preparaban en los tablones dispuestas al otro extremo del salón. Las manos veloces mezclaban el desmenuzado con la masa y la golpeaban enérgicos contra los tablones hasta lograr el amasijo que otros recogían y conducían al fondo para depositarlo en unas batidoras industriales de las que intercambiaban los contenedores una vez terminado el ciclo. Al fondo del salón otras tantas manos imponían el producto en bolsas de polietileno pigmentadas que otros recogían, una vez acumulados cientos de bloques blancos con cubierta anaranjada, y llevaban a los mismos congeladores de donde extraían las tanquetas. En aquello devenía el Pollock, en tiras blancas de surimi que luego serían exportadas y consumidas por otros miles que ni quisiera se imaginaban que aquello se trataba de un pescado de artístico nombre mezclado con almidón y clara de huevo, que aquello, antes de ser cangrejo, era gelatina de menudencias marinas masajeada por acero y látex.


No pudo mantenerse en el salón por mucho y regresó por las mismas puertas, sobrio y asqueado, sediento no sólo de alcohol sino de paz y silencio, empachado de aquella imagen, asqueado de un producto en el cual intervinieran tantas extremidades, tantas voces, tanto ruido. Tan sólo de imaginarlo sentía que era deplorable, antinatural, tan alejado de la relación que puede llegar a entablar un pescador con su presa y su carnada al pescar solitario en las lagunas dulces; tan masivo, tan terriblemente concurrido e impersonal que no podía pensar en otra cosa que abastecer las demandas de su garganta y regresar a su refugio para olvidar lo acontecido.





En las bodegas submarinas los vigilantes compartían tragos en silencio. Ron, la misma botella de Appleton dorado que Augusto había comprado en la aduana. Asintió un buenas noches a los presentes y éstos le ofrecieron un trago. Gozaron la velada compartiendo apacibles gestos hasta que el líquido dentro de la botella se dejó ver seco al fondo. Permanecieron hasta agotar el último dejo en sus lenguas y se dieron las manos en amable despedida.


Arribó al camarote del mismo modo como salió de él, cual péndulo entre pasillos, evocando el Alaska Pollock con su etílico murmullo, desmenuzado como él en el triturador del tiempo. —Alaska Pollock, mi Pollock de colores, yo te pescaré silbando en una lancha, mi Pollock Alaska, mi Pollock.


Al día siguiente se prometió no volver a salir durante el día del camarote. Aguardaría, quizá dormido, quizá escribiendo o cantando para sí postrado ante la ventana con la cual aseguraba un arrullo de paz. Se quedaría tranquilo ahí, quietecito consigo mismo, esperando el momento en el cual llegara a su oído, como una protesta suave y meditada, el slogan que había acordado con los contratantes.


Cuando el cielo negreó de nuevo regresó a las bodegas donde la botella le fue ofrecida al momento de su arribo. Sostuvo la mirada pasiva, como solía al beber solitario, buscando la sobriedad que obtenía sólo al olvidarse de sí y del resto del orbe. La botella lustró su interior de un nuevo vacío y estrechando la mano a cada uno de los convivales, se retiró satisfecho.


De regreso, al divisar la cocina vacía, fue imantado hacia ella por cierto anhelo de sustitución. Le pareció el momento indicado para un encuentro cara a cara con el anodino, para reconciliarse con él y el entorno y quizá, si así lo ameritaba la cita, escribir el slogan de una vez por todas. Vagó entre los tablones vacíos, deslizándose por los residuos del día, disfrutando el eco de sus propios pasos y el leve chiflido del viento que se filtraba por debajo de las puertas. Al acercarse a los congeladores encontró un Pollock entero en el suelo. Entero como aquél que pescaría en la laguna dulce, moteado y pardo como era él, Alaska helado como lo imaginó. Lo levantó como si éste coleteara aun vivo sobre el suelo y lo llevó a su rostro para olerle de cerca.


Se dirigió al camarote con el pez entre las manos, arrullándole como si fuese un pajarito, silbando para él, entusiasmado de poder tenerle a solas. Se recostó como acostumbraba y lo puso sobre el marco del vano circular. Admirado de su sobriedad, ajeno al pigmento con que solía mostrarse al mundo, atento al misterio de sus ojos, le cantó al Alaska Pollock aquello que tal vez no serviría de slogan, pero que bien podría servir de prólogo, ahora que confirmaba su soledad como bastión y su canto como arma, para su primer poemario:

Antes de que te vistan de colores
mi querido Pollock,
deja que anochezca sobre tu parda textura,
este canto que silbando
pesqué para ti
sobre las aguas dulces.

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