domingo, 23 de noviembre de 2008

Metaxiphos



–Lo ha abandonado todo.
–Lo sé.
–Me dijo que permanecería en casa el tiempo necesario para escribir todo aquello que le gustaría crear en su vida.
–Leí la primera parte… si cabe hablar de partes…
–Yo también.
–Eso de que cada una de las invenciones sugiera que la concepción del tiempo puede modificarse…
–El encierro…
–La duda…
–El tiempo mismo…
–Sí, lo sé. ¿Extraño eh? ¿No te lo parece?
–¿Tu también comenzaste a olvidar?
–El otro día me resultó difícil regresar a casa…


Con dificultad regresaba a casa después de esa charla. Las calles sucedían más como acontecimientos que como rutas y las cosas parecían crearse a su paso, como si las conociera por vez primera. La idea de una construcción para cada una de las invenciones no le dejaba en paz y se sentía presa del escrito, señuelo de la sugestión. Coincidencias, meras coincidencias– se decía cada que los objetos refulgían intensos como cuando se sube el apagador y las formas aparecen en las habitaciones. Culpó a la cerveza, a las presiones, no obstante las frases leídas se repetían en sus oídos y creaban a su paso espasmos temporales, la sensación de que nada habría de permanecer y que su ser mismo se encontraba en peligro, susceptible a la muerte pero también a la vida. “Máquinas para garantizar el olvido, libros que borrasen en sí mismos las palabras profanadoras del devenir, dispositivos obstructores de la sinapsis en el área de broca, artefactos para develar el mecanismo de los credos, constituciones y leyes en blanco, campos magnéticos microscópicos para abolir el arte de la relojería, un mundo, Metaxiphos, donde todo aquello tuviera cabida”, todo aquello parecía surgir del anhelo de abolir el orden histórico. Seguramente algo perturbaba a E y él no podía evitar sentir empatía. En efecto el mundo debía recobrar su estado original, el orbe antropoide había comenzado a amenazar tal estado hacía siglos, sí, ¿pero cómo podía la urgencia manifestarse con semejante realismo? Las cervezas– se decía –las cervezas.

Una vez que llegó a casa tomó las hojas de nuevo y se dispuso a una labor de crítica y corrección estilística. Ignoraba las intenciones de E al compartir al escrito, si llevaría a cabo o no sus proyectos, si todo eso no se trataba más bien de una evasión llevada a sus últimas consecuencias. Sin embargo le parecía necesaria la tarea, prestar atención a aquellas líneas irruptoras. Releyó las trescientas catorce páginas y veintiocho líneas sin poder emitir un sólo juicio satisfactorio, sin poder siquiera agregar una coma. El texto carecía de errores, o si los había, sobre todo en los verbos, resultaban inofensivos a la consecución temporal. Un presente histórico plagaba el texto de infinitud. Tenía la sensación de haber perdido toda referencia temporal, de que habían transcurrido días y días desde que empezó a releer el texto y que poco podía decir ya del lenguaje. Una abismo, por lo demás concreto, espacial, tangible, habitaba su interior como una urgencia por la muerte de todas las cosas.

Al día siguiente, aunque poco coincidiera con lo que un día siguiente implicaba normalmente, asistió a trabajar. Por alguna razón extraña, quizá en un ánimo de comprobación absurdo, le pareció necesario revisar la ley de tránsito por aquello de los accidentes cercanos a los puentes peatonales. Aventó el mamotreto cuando al abrirlo advirtió que todas sus páginas se mostraban en blanco. La oficina permanecía cerrada, lo cual le permitió escandalizarse sin público. ¿Qué hora es? se preguntó a fuerzas de asirse a algo cierto. Las manecillas del reloj se habían detenido. Las pilas– se decía–las pilas.
En eso sonó en la puerta una serie desenfrenada de golpes. –Pase– gritó intentando recobrar la calma.

¬–¿Olvidó la reunión?

Sin decir palabra siguió a la persona a la sala de juntas. Le esperaban molestos una decena de puntuales y un proyector. ¬–La presentación?– profirió alguno de ellos, y así sin decir palabra salió corriendo de la sala al percatarse de que no sabía de qué se trataba todo aquello.

Regresó apresurado a su casa a medio día, sorprendido que al llegar e insertar la llave en la perilla los rayos del sol se habían ocultado. Resultaba interesante y aterrador pensar que aquello en verdad sucedía. Maligno también, como si E, al permitirse renunciar a cierto orden tuviese la facultad de erigir uno propio mediante la escritura y afectar el de quien lo leía. ¿Hasta dónde podría llegar aquello? Quizá el museo habitaba en la conciencia del lector, Metaxiphos se creaba en la lectura, hermenéuticamente posible, probable a sus anchas. ¿Pero cómo regresar al tiempo acostumbrado? E tendría una respuesta. Salió apresurado, pero con una prisa más bien ansiosa y a la vez conciente de que quizá pasarían noches antes de llegar. No le importó, debía existir un remedio a tal conjuro.

Al salir el sol apenas se elevaba. Ignoraba cuánto tiempo pasó pensando en Metaxiphos, en las construcciones, en su vida ahora perturbada por una simple lectura. No se podía vivir así. Debía llegar a casa de E y pedirle explicaciones, al menos compartir la experiencia. Siguió dando pasos y regresó a su casa antes de recordar que se dirigía a otra parte y prefirió seguir caminando, en cualquier momento podría llegar a casa de E. La noche nuevamente apresaba sus sentidos, presente, aconteciendo como si la luz misma se creara conforme avanzaba. Y aunque estaba cierto de que el cambio residía no en los astros, aquello se presentaba a sus ojos como una verdad e intentaba confirmarlo en los ojos del resto. Nada, estrellas y luceros interactuaban entre ellos según lo acostumbrado, según la indiferencia que mantenía al hombre lejano ya del devenir desde hacía siglos. Pero para él todo aparecía distinto, aparecía así, lejano de su ontología, lejano de su posibilidad de nombrarse mediante una oración copulativa. La era de la abolición del nomoteta se presentaba antes sus ojos y nadie más podía compartirlo, quizá W, pero quizá se verían sin decir palabra, sin nombres para describir aquello, sin más que un consentimiento asqueroso que confirmaba no otra cosa que el absurdo de este orbe y al cual, sin embargo, debía regresar, costara lo que costara. Una probadita bastaba.

Insistió dirigirse a casa de E, debía existir la manera de hacerlo, de recordar. Olfateó, vio, intentando reconocer las formas, con el deseo de volver a dirigir sus corceles, blanco y negro, olvido y recuerdo, su propia ceguera con tal de situarse en el mundo humano nuevamente. Regresaba a su casa, contaba las cuadras pero los números aparecían cada vez más disímiles, ignotos, sin referencia en las cosas. Tras varias noches y días, sin nada que pudiese mostrarse como un recuerdo, así nomoteta sólo de su propia imposibilidad, prefirió confiar en el ritmo de sus pasos. Escuchó sus pisadas, una tras otras sin prestar atención a las formas que se creaban a su alrededor. Uno tras otro los sintió, caóticos como la algarabía de un árbol repleto de trinos, rítmico como una síncopa serena, la fuerza de la conciencia ordenadora y el devenir tomados de la mano. Desesperado en su baile, constante sin embargo, se percató de la noche nuevamente y a lo lejos de un edificio, una estela que quizá algo le esperaba. Se dirigió con dificultad a ella y entró motivado por un hado proveniente de su propia locura. Abrió una puerta majada por el tiempo como él. E lo esperaba sentado en su escritorio con un fajo de manuscritos recién salidos de su pluma.


–Apenas puedo hablar, pensar. ¿Qué hacer tú? A W. le ha pasó igual. Se matado. Vez?
–Sólo el creador permanecerá incólume.

Comenzó a golpearlo, a proferir gritos indescifrables hacía él. La furia de haber padecido por noches y días el sinsentido del mundo divino lo instaba a matar al autor de tal fechoría.

“!No sabes, maldito!” intentaba decirle, manteniendo la impresión en el oído sin poder decírselo mientras lo sujetaba del cuello en el suelo –no, tú, maldicho, regresa a mí la hora, la Histeria…

El cuerpo de E yacía en el suelo helado cuando una manecilla emitió un sonido. Corrió a la pared donde colgaba un reloj y advirtió que nuevamente hacían su curso, rítmico como los segundos de siempre, placebo para su próxima existencia. Sobre la mesa posaba la próxima entrega, un fajo de manuscritos en última primera hoja se leía:

“cabe mencionar por último el que seguramente es el más interesante de Metaxiphos: el Museo de la Historia, un pequeño edificio dispuesto en forma de anfiteatro cubierto en el que sólo se conserva el cronostatoscopio o "cámara de Moriarty" que sirve para condensar la luz que regresa…






martes, 11 de noviembre de 2008

Fábula para la ocasión



Alguna vez hubo una liebre que deseaba atarse la idea de una zanahoria a la boca. Ya en varias ocasiones, se había olvidado de su forma en la madriguera y, al salir perdía las horas distraído hasta que recordaba que debía buscar un carótido singular, alimento propio de su especie. No era que la liebre tuviese un reloj con el cual medir el tiempo o que su fisiología lo determinase como un devorador de zanahorias, sino que andaba entre las grietas de las hortalizas, asombrado, probando las legumbres más deliciosas hasta que la luz del sol la abandonaba y llegaba con las garras vacías a la comuna. Entonces explicaba a los suyos que no había visto zanahoria alguna, que la huerta estaba repleta de manjares, y que sentía no haber cumplido con el cometido de su especie. No era la primera vez que había procurado llevarse consigo la intuición de aquella minucia de campiña. Pensaba que en el silencio del escondrijo, atada la idea a su boca, podría concentrarse en el olor de aquella forma que vibraba bajo sus bigotes. Así mismo pensaba que, en el reducido espacio que sin duda no era un salón de esos que acompañaban los laberinto en otro tiempo, podría hallar en el eco de los canales la nemotecnia ideal. Sin embargo, sentía que en aquellos canales atestados de mierda, de variaciones de una misma idea, su libertad se eclipsaba; se sentía como ceniza después de un día de lluvia, como una masa confusa, idéntica a su entorno. Aun así, salió por la mañana portando en sus pelaje y su olfato, la idea de su zanahoria. Recorrió las siembras que acostumbraba, arrastrando las patas y llevando en sus movimientos, tan sólo la fuerza del cumplimiento. Anduvo sin anhelos, y era tal su tristeza, que comenzó a percibir en el suelo sólo rocas y zurcos vacíos, cual si la idea única de la zanahoria le impidiese ver todo el alimento de la tierra, sus bichos, sus destellos de mediodía.
Decidió entonces comer algo para soportar la jornada y recostarse bajo la sombra de su árbol predilecto, del cual, podía apreciarse el paisaje que él tanto amaba. Recolectó su banquete en las huertas que solía frecuentar y poco a poco recobró su frescura y la gracia en la mirada, se sentía libre de nuevo. Ya reunidos los manjares, recostada junto al árbol, la liebre observó a lo lejos una forma de entidad similar a la suya, era también una liebre, y al observar con cuidado vió otra y otra y otra, todas en posición de recolecta, bajo el sol ardiente, portando consigo zanahorias, todas en las que ella no había reparado. De pronto las vio como esclavas, presas de un cometido que quizá ni siquiera cuestionaban. Y vio también a su lado su agasajo, y en lo altos, las hojas de un árbol precioso, y sintió felicidad. Se sentía libre, y comprendió que todo aquello era real. Entonces comenzó a comer y se decía a sí misma mientras llevaba los alimentos a su boca—¡Este por aquella zanahoria que no es mía! ¡Esta col por aquella otra! ¡Vivan mis legumbres!—. Y en aquel regocijo pasó la tarde entera, y observaba a su compañeras y sentía compasión por ellas.
Al regresar a la madriguera, vio a todas cargando sus zanahorias, todas trasladándose en saltos agotados y portando así mismo, la satisfacción de una jornada productiva. Ella llegó de nuevo con las manos vacías y los sentidos colmados de sabores y texturas. Un gozo extraño recorría sus venas y desconoció la frustración que solía experimentar cuando aquello sucedía. Ya no le importaban las zanahorias ni los deberes de la comuna. Comprendió que podía ser distinto, que había suelo suficiente para construir un nuevo hogar y que se podía almacenar para el invierno cualquier otro tipo de deleites. Salió al día siguiente para emprender su nueva vida.

Más vale vivir como el hombre que sale a dar un paseo por el malecón con el dinero y la lista de pendientes en el bolsillo, y regresa con el billete íntegro y la cabeza colmada de imágenes marítimas, que como la liebre común que sale buscar la zanahoria, congruente a su especie, y regresa con el alma vacía de impresiones nuevas.

martes, 16 de septiembre de 2008

Allaska Pollock


Sólo se trataba de un nombre, de una mera coincidencia, o imposición, quizá producto de un contrato publicitario parecido al suyo, un monto considerable a cambio de unas cuantas palabras persuasivas, retórica para el mercado internacional. Alaska Pollock. Lo cual resultaba irónico cuando el animal, que no portaba más de dos colores en sus escamas, ni siquiera en sus aletas o sus ojos, esas canicas plásticas que tanto intrigaba a los extranjeros a bordo del Golden, vestía un traje moteado, nada de rayas interfectas, curvas, escupitajos de luces marinas; no, el animal era pardo y moteado y se llamaba Pollock.


Tan sólo debía escribir unas palabras para él y a favor de los alimentos comprimidos, el surimi en particular, útiles para cualquier tipo de invención moderna como los rollos de Sushi, a pesar de su presumida antigüedad con la cual lograron los japoneses hacerse de una identidad culinaria exportable. Unas palabras y listo, adiós a los delgados muros de su camarote, no más desayunos frente a la gélida marea rodeado de cientos de esquimales habituados a convivir con el blanco y uno que otro extranjero como él, de los cuales apenas uno más era asimismo hispano y odioso; odiosamente labioso para decirlo mejor, tanto, que lo mismo daba intercambiar unas cuantas palabras entre cada bocado con él que sólo engullir los alimentos y observarlo. El tipo sólo hablaba sobre él, lo cual refutaba aquello de lo cual tenía meses tratándose de convencer. Su silencio era tan inaudito y extraño como los amaneceres. Lo mismo su lejanía. A solas acostumbraba vivir y nada había en el dichoso buque lo suficientemente asombroso como para abandonar su pasatiempo de autista ejercitado y salir a buscar aventuras por los pasillos. Las palabras para el Pollock podrían salir de su cabeza, realmente nunca había requerido más de una conversación para obtener sus frases célebres; bien hubiera podido inventar el slogan desde su hermoso departamento en el último piso del edificio, ahí donde nada ni nadie perturbaban su pensamiento y donde las únicas conversaciones necesarias para sobrevivir eran las llamadas que lacónico hacía al despacho y a la vinatería de la cuadra. Nada más era necesario.


A estas alturas del viaje aun no entendía para qué tanto derroche: vuelos internacionales, hospedaje en categoría de capitán en el Golden Alaska, tres meses completos en alta mar y ¿todo para qué? Para conocer el proceso de aniquilamiento de un pez que ni siquiera respondía a su nombre. Un pez cuya característica era carecer de particularidad, cuya única función en el orbe consistía en ser desmenuzado para maquila de un producto para las masas: un pez sin identidad para las no identidades. Ahí estaba el slogan del Alaska Pollucionado para la polución de este orbe donde no quedaba otra escapatoria que autodeterminarse en la soledad. Sí, autodeterminación, sobre todo cuando el dichoso pescado lo había llevado al buque más sobre poblado del hemisferio norte. Y él que creía aquello iba a ser la gloria ártica, que nada habría de ruido bajo el hielo y ahora parecía ser todo lo contrario.


Todo aquello lo navegaba del oído al ojo mientras procuraba en la ebriedad un estado suficiente de concentración como para olvidar que afuera del camarote la algarabía estaba al orden del día, que bastaba asomarse al pasillo para recibir un saludo y escuchar a cientos de orientales darse instrucciones entre sí, el ruido de la maquinaria, las chimeneas y el océano, el océano siempre inconforme, dándose de golpes a diestra y siniestra como el más grande sadomasoquista de la naturaleza. Por ello prefería resguardarse tras muros y observar, en una suerte de ritual de abstracción, el agua que se estrellaba contra la ventana y la cubría conforme el Golden cortaba las olas para luego dejar sólo gotas que lo mismo regresaban a su sitio hasta que la quilla, como garra de acero, daba un zarpazo al piélago al levantarse la proa y entonces el agua dibujaba una diagonal a través de la ventana circular incitándole a dar otro trago y perderse ante el sistemático espectáculo recostado en su cama individual.


Había repetido la escena cuantas veces se lo permitieron las provisiones de ron que atesoraba y suministraba con cautela hasta que un día devino ante sus ojos el fondo de la última botella. Entonces no hubo más remedio que salir y enfrentarse a la vorágine y el bullicio.


Caminó entre los pasillos laberínticos del buque mecido por el movimiento y su ebriedad. Rebotaba de un muro a otro impulsándose a la vez con cada golpe para seguir avanzando y llegar a la cocina. En ella los utensilios y cacerolas chocaban entre sí sincopándose con el ruido de los tablajeros orientales que fileteaban los pescados después de remover sus escamas, cortar sus cabezas y extraer los ojos que con gracia depositaban en recipientes inmensos y transparentes. El resto paseaba de un extremo a otro señalándose, contando quizá tretas de navegación o haciendo burlas hacia los compañeros que para él tan sólo eran estruendo vago y sin sentido. Discurrían estrepitosos y sin hacer contacto corporal alguno, lo cual explicó la sorpresa con que fue tomado uno de ellos al tomarle por los hombros Augusto preguntando por alcohol de manera desesperada. —Ron, ron, vino— decía con angustia, aun más por la turba que por la sed misma, mientras llevaba su pulgar a la boca semejando una botella o pretendía tornearla en el aire con sus manos, —wine, wine, ron.


El ojirasgado señaló un par de puertas al fondo de la cocina hacia las cuales se dirigió apresurado, esquivando las tanquetas en que reposaban los pescados guillotinados y evitando resbalar a causa de los restos de vísceras, escamas, vértebras y demás retazos marinos regados por el suelo. Al llegar a las puertas y empujarlas con los hombros apareció ante sus ojos un salón de enormes dimensiones en el cual había tablones dispuestos simétricamente rodeados por decenas de batas blancas, cofias y redes para el cabello. En la mayoría de ellos yacían montículos de masa que incrementaban conforme los cocineros amasaban una pasta blanca y la incorporaban al mazacote que tenían en frente. Un movimiento impresionante invadía el salón. Las puertas de los congeladores se abrían constantemente para dejar pasar a quienes transportaban las tanquetas repletas de Pollocks y las colocaban junto a los tablones del extremo izquierdo donde numerosas manos, particularmente femeninas, desmenuzaban el pescado que extraían de las aguas heladas. Otro tanto transportaba el pescado desmenuzado hacia otras mesas a las que luego regresaban con recipientes repletos de una masa similar al migajón de los bolillos que otras decenas de manos preparaban en los tablones dispuestas al otro extremo del salón. Las manos veloces mezclaban el desmenuzado con la masa y la golpeaban enérgicos contra los tablones hasta lograr el amasijo que otros recogían y conducían al fondo para depositarlo en unas batidoras industriales de las que intercambiaban los contenedores una vez terminado el ciclo. Al fondo del salón otras tantas manos imponían el producto en bolsas de polietileno pigmentadas que otros recogían, una vez acumulados cientos de bloques blancos con cubierta anaranjada, y llevaban a los mismos congeladores de donde extraían las tanquetas. En aquello devenía el Pollock, en tiras blancas de surimi que luego serían exportadas y consumidas por otros miles que ni quisiera se imaginaban que aquello se trataba de un pescado de artístico nombre mezclado con almidón y clara de huevo, que aquello, antes de ser cangrejo, era gelatina de menudencias marinas masajeada por acero y látex.


No pudo mantenerse en el salón por mucho y regresó por las mismas puertas, sobrio y asqueado, sediento no sólo de alcohol sino de paz y silencio, empachado de aquella imagen, asqueado de un producto en el cual intervinieran tantas extremidades, tantas voces, tanto ruido. Tan sólo de imaginarlo sentía que era deplorable, antinatural, tan alejado de la relación que puede llegar a entablar un pescador con su presa y su carnada al pescar solitario en las lagunas dulces; tan masivo, tan terriblemente concurrido e impersonal que no podía pensar en otra cosa que abastecer las demandas de su garganta y regresar a su refugio para olvidar lo acontecido.





En las bodegas submarinas los vigilantes compartían tragos en silencio. Ron, la misma botella de Appleton dorado que Augusto había comprado en la aduana. Asintió un buenas noches a los presentes y éstos le ofrecieron un trago. Gozaron la velada compartiendo apacibles gestos hasta que el líquido dentro de la botella se dejó ver seco al fondo. Permanecieron hasta agotar el último dejo en sus lenguas y se dieron las manos en amable despedida.


Arribó al camarote del mismo modo como salió de él, cual péndulo entre pasillos, evocando el Alaska Pollock con su etílico murmullo, desmenuzado como él en el triturador del tiempo. —Alaska Pollock, mi Pollock de colores, yo te pescaré silbando en una lancha, mi Pollock Alaska, mi Pollock.


Al día siguiente se prometió no volver a salir durante el día del camarote. Aguardaría, quizá dormido, quizá escribiendo o cantando para sí postrado ante la ventana con la cual aseguraba un arrullo de paz. Se quedaría tranquilo ahí, quietecito consigo mismo, esperando el momento en el cual llegara a su oído, como una protesta suave y meditada, el slogan que había acordado con los contratantes.


Cuando el cielo negreó de nuevo regresó a las bodegas donde la botella le fue ofrecida al momento de su arribo. Sostuvo la mirada pasiva, como solía al beber solitario, buscando la sobriedad que obtenía sólo al olvidarse de sí y del resto del orbe. La botella lustró su interior de un nuevo vacío y estrechando la mano a cada uno de los convivales, se retiró satisfecho.


De regreso, al divisar la cocina vacía, fue imantado hacia ella por cierto anhelo de sustitución. Le pareció el momento indicado para un encuentro cara a cara con el anodino, para reconciliarse con él y el entorno y quizá, si así lo ameritaba la cita, escribir el slogan de una vez por todas. Vagó entre los tablones vacíos, deslizándose por los residuos del día, disfrutando el eco de sus propios pasos y el leve chiflido del viento que se filtraba por debajo de las puertas. Al acercarse a los congeladores encontró un Pollock entero en el suelo. Entero como aquél que pescaría en la laguna dulce, moteado y pardo como era él, Alaska helado como lo imaginó. Lo levantó como si éste coleteara aun vivo sobre el suelo y lo llevó a su rostro para olerle de cerca.


Se dirigió al camarote con el pez entre las manos, arrullándole como si fuese un pajarito, silbando para él, entusiasmado de poder tenerle a solas. Se recostó como acostumbraba y lo puso sobre el marco del vano circular. Admirado de su sobriedad, ajeno al pigmento con que solía mostrarse al mundo, atento al misterio de sus ojos, le cantó al Alaska Pollock aquello que tal vez no serviría de slogan, pero que bien podría servir de prólogo, ahora que confirmaba su soledad como bastión y su canto como arma, para su primer poemario:

Antes de que te vistan de colores
mi querido Pollock,
deja que anochezca sobre tu parda textura,
este canto que silbando
pesqué para ti
sobre las aguas dulces.

martes, 15 de julio de 2008

Esquela de un moribundo

Yacían junto a él la memoria de los muertos y el recuerdo de su propia muerte. Epígrafes fugaces que repetían la historia de los difuntos. Una esquela sobre la frente de los ausentes y sobre la suya, una inconclusa, un montículo de fragmentarias anécdotas que le señalaban, nombrándolo asesino. Ahí tendidos los epígrafes que respiraban, los remordimientos que languidecían, como sus músculos, fuertes a penas para sostener el revólver. La vida había sido veloz para todos, una ráfaga, seis teclas presionadas por un ancho dedo. M-U-E-R-T-E. Y las historias que sangraban frescas en el suelo.

Podría salir del lugar y arrepentirse, él que afortunado meditaba sobre su propio fallecer, él que podía elegir aún: un si o un no, pero también las bifurcaciones. La posibilidad de huir, la de morirse ya, la de vivir otro tanto. Todo ahí y en él un todo inaprensible. Él un dios y el dictamen atrancado en su escéptico pescuezo. Y el destino inevitable. Finalmente debía jalar el gatillo. Porque si saliese, pasaría frente a él un gato negro, un cuervo o la muerte misma; entonces regresaría al sitio convencido de la mitología antigua, y escucharía justo antes de jalar del gatillo la voz de una ker, la tétrica bienvenida de una dama al mundo del cual nadie vuelto. Pero no era necesario evadirlo, la muerte le había citado ahí, consigo mismo. Se trataba de una alevosía indominable, la posibilidad de esculpir su lápida y redimir un trazo, de elegir un solo relámpago en el peligro.


Saldría. Saldría si el sol le permitiese narrarse otro tanto, dilatar la hazaña de sus dedos asesinos, sus asesinos labios sin redenciones y su asesino cuello que debía posar firmemente, justo antes de jalar del gatillo. Un gato negro pasaría y el sol un segundo más para la historia, la justa lápida que tallaría antes de caer en la fosa, arrepentido. Y ahí la memoria de los muertos, su madre, su niño, su mujer; un niño del cual apenas recordaba el nombre, las caricias de la mujer que amaba y su madre, que lo amó tanto, y las borrascas de sueños a medias y su mediocre estilo de resolverlo todo. Y sin embargo los epígrafes resueltos, todos llenos de sentido, como su lápida, cuando percibió que matarlos era necesario para desaparecer y cantar para las estrellas las vidas que anhelaba. Un hijo maduro y una mujer serena; pero sobre todo una madre que nunca le hubiese traído al espectáculo, una madre que nunca madre hubiese sido, y él la no existencia. Y junto a él la memoria de los muertos y el sol que nada de tiempo porque la eternidad era su nombre.

Una sola bala y la lápida negra, el no nombre para él y el gato negro que caminaba entre sus piernas, la ker que susurraba y el mérito de una terrible invitación. Nada le impedía matarse, ni siquiera el remordimiento. Pero saldría. Saldría a orinar sobre su fosa y defecar sobre la piedra inexpresiva. Sería funeral de residuos, como él uno más sobre la fértil tierra, abono para gusanos que lo mismo harían otro cuerpo, otra larva que pudiese pensarse y ser dios. Saldría a orinar y llegaría un vagabundo a pedir unos céntimos; pero nada traía en el bolsillo y regresaría a jalar el gatillo. Lo mismo si llegase una niña que vendiera flores. Y entraría insatisfecho para masturbarse antes de morir. Recordar los senos de Catalina y su pene entre ellos, el primer vómito del embarazo, la tifoidea de su infancia, la cistitis de su madre. Todo ello orinaría sobre su lápida, el germen de su muerte, su flácido miembro. Se masturbaría con el revolver, acariciando la cabellera de la difunta ausente. Recostado sobre el vientre de su madre, olería la vagina que le vio nacer, y después de dar a su hijo un beso sobre la frente, y a su madre en el ombligo, jalaría del gatillo erecto, casi a punto de caer dormido.


Entraría algún policía tras oír el disparo y agonizante, narraría todo lo sucedido y le mataría igualmente. Preservaría nuevamente su no existencia y el sol un testigo tácito. Olfatearía su sombra y lamería el suelo, recordándose. Pero él ya estaba muerto y la historia un forúnculo en el ano, una incómoda remembranza. De él cuando Adela y los hijos que no fueron, y el descendiente de Catalina tendido ahí como un ángel. Adela y sus caderas anchas, su madre que la odió y su vientre un fétido pescado. Charcos de sangre, la memoria, las esquelas y una huella vacía, una honda huella que nada dependía de él. Rubén Jiménez y una erre que rumía junto a los cadáveres, una jota que ancla para nadie, tan sólo el gancho asesino de su descendencia. Rubén Jiménez y lo que nunca Adela, él un dios y los mortales remordimientos, un nihilismo infructuoso y ahora, en el tedio inmóvil, los recuerdos, la ofusca sensación de haberlos matado a sangre fría.


Su madre había llegado ahí por casualidad cuando él preparaba un suicidio anónimo. Coincidieron ahí, donde tiempo atrás vivió con sus padres, la casa que abandonaron cuando las mejoras económicas y después su padre y el trueque conyugal. La madre de Adela y la suya, grandes amigas hasta entonces. Las visitas a la casa nueva de su padre, la intimidad con Adela y Catalina que esperaba siempre en el parque; él y su padre, grandes odiadores de su madre. Adela y su madre, redentoras de una vida amarga, la pedantería de su madre y las costumbres burguesas, las exigencias del vientre ahora muerto, y ellos, cómplices de un mismo adulterio, huyendo a hurtadillas a casa de las hermosas meretrices. Todo ello y la felicidad, hasta que la madre se enamoró de otro y Adela lo mismo, y entonces sólo el refugio de la casa que abandonaron, los encuentros furtivos donde resucitaban la sensación de libertad, y la madre que los buscaba ahí, donde al a penas oírla huían corriendo a zancadas, conquistando la huida a carcajadas, el instante de la no atadura. Entonces cada uno retomaba su camino silencioso, para descubrirse después regresando al lugar, para verla a ella que lloraba en el pórtico. Nada de remordimientos, se decían.


Para entonces él ya vivía sólo y después resolvió el matrimonio con Catalina, fiel y burguesa como su madre, de brazos delgados y senos turgentes, una dama preparada para dar de mamar, la fertilidad en sus ojos, la promesa de una familia equilibrada y él redimido de una vida sin rumbo. Pero ahora él y el padre muerto, y el recuerdo de la intromisión de su madre. Adela una idea y el rencor entre ambos como un muro. Ella lo vio con el revolver, y le rogó que no lo hiciera. Entonces la llamó “burguesa”, y ella comprendió que la odiaba y calló, y estalló en llanto quedándose sola y el suicidio un fracaso. Él salió corriendo sin cesar hasta que de sus agallas brotó una determinación y regresó. El vertiginoso cauce de sus pensamientos, Adela y su madre, la vida con Catalina, su horrorosa vida con ella y su hijo, ese fermento de tedio y burguesía, de costumbres llanas y la vida antiheróica, el aburrimiento, el deseo de no haber nacido, y frente a él la culpable de todo ello, sentada en el pórtico. Sin meditarlo jaló el gatillo, y continuó corriendo. Quizá la había matado inconsciente, pero tan sólo había sido falta de premeditación, como la muerte de Catalina, como la muerte de su hijo. Encuentros casuales que interrumpían un suicidio.

Procuraba darse muerte después de trabajar, una vez a la semana. A hora puntual regresaba al mismo sitio tras seguir la rutina del suicida común: tomaba unos tragos, y al perder el sentido del tiempo y la proporción, salía a caminar solitario por las calles de la ciudad. Lamentablemente, el escenario no era el adecuado: los mercados en las calles y sus plásticos de colores, el bullicio del tráfico, los atardeceres luminosos que más correspondían a una vida sencilla y apacible. Se resignó a una muerte antiestética. Había comprado su lugar en el cementerio unos años atrás, el revólver y la lápida hacía unos meses. Él mismo talló su nombre: Jimén Rubénez, una sencilla metátesis que borraba su nombre de la historia. Cavó su fosa detrás de la casa abandonada y calculó la distancia que podría recorrer moribundo hasta ella. No más de diez metros a gatas. --Y no más de diez días-- se decía en su rastrero andar hacia la nada. No más de diez días y los meses, y la inconciencia premeditada, el olvido de sí que había logrado conquistar en la reiteración de una sola idea: la de su muerte. Y sólo pudo ser hasta la muerte de los suyos.

Y ahora recordaba todo, colmado de furia, los hechos que precipitadamente se sucedieron uno tras otro. Después de su madre todo fue una huída inútil, un postergar que tan sólo causó la muerte de Catalina y de su hijo. Cuestión de un par de horas. Regresó a casa por la noche tras dar muerte a su madre, crudo y asustado. Catalina y su hijo le esperaban a cenar. Corrió a abrazarles, y ella en silencio tan sólo abrió los brazos, resignada a absorber el dolor que percibía en su marido. Indignado por el consuelo, salió corriendo y ella, tomando al hijo de la mano, salió tras de él. Llegaron al lugar donde él los esperaba con el revolver en la mano. Bastaron dos tiros.

Y ahora estaba él ahí, tendido en el cuarto frío. Él y un suicidio que nada de lamentaciones dejaba tras de sí. Nadie para recordarlo y él con los recuerdos, la victoria de una muerte sin funeral. Ahí en el calor que cesaron de desprender los cadáveres cuando los llevó a la fosa, el hedor que desde ahí surgía, sus marchitas entrañas y las suyas a punto de perecer. La muerte y él a solas y el citatorio al que acudía con la forzosa valentía del asesino. Él, Jubén Riménez, Rimén Jubénez, cualquier esquela que no fuese la suya, una historia nueva. La Adela del infierno que le esperaba, su padre sentado en el banco de siempre, con su amorosa entre los brazos. Una fiesta en llamas que le esperaba sin Catalina, sin su hijo, sin su madre. Un festín ardiente sin ellos, para los cuales estaba hecho el cielo.

Bastaba tan sólo jalar el gatillo para salir a gatas hacia la fosa, y halar hacía sí la lápida si le fuese posible. Morir por él mismo, como lo hacen los grandes hombres. Bastaba un adiós a la pestilencia de su vida para alcanzar la perfumada topografía del olvido, del más puro arrepentimiento de haber sido él. Bastaba empuñar el revólver y jalar el gatillo, jalarlo para conquistar su infierno, empuñarlo y Adela en su cabeza, su padre, los hijos que no fueron y el hedor de los muertos, empuñarlo y jalarlo, y él ahí tendido, y el disparo que fue, y él, que ahí yacía, sin poder siquiera levantarse a ver su tumba desde la ventana.

La Cegüera


—Y para acabarla de amolar, ya la bromearon diciéndole que le había metido el pie a La Señora.
—Dicen que entre broma y broma la verdad se asoma.
—No la creo capaz, quizá inconscientemente; lo del cepillo fue una cosa, pero no es para tanto. En fin, me despido, nos vemos el fin de semana.

Colgó el teléfono y observó a través del vidrio las ondas sobre las losetas del patio. Espejismos del calor veraniego que lo mismo evaporaban el sosiego. Imaginó al yerno de La Señora, seguramente la situación le parecía más cómica que trágica. Así era él, por eso la suegra desconfiaba tanto.
Subió por las escaleras hacia la recámara atraída por una suerte de premonición. Entonces apareció la figura de la hija en el pasillo
—Quiere que Tú laves su dentadura.
Ahí estaba. Hacia diez minutos que salió de la alcoba. En verdad parecía que La Señora lo hacia para enfadar a su hija. Aún tuviera una campana o una corneta para llamar a cualquiera que quisiera ofrecerse a atenderla, gritaría su nombre.
—Ahí voy—.
Paró un momento frente al bisnieto de La Señora y lanzó una llamada de atención tratando de encubrir con un gesto adusto la complicidad que tenía con él, experto en sacar a la abuela de sus casillas.
—Ándale enano, guarda el balón, al rato jugamos.

La encontró bajo el marco de la puerta.
—Sólo quiere que Tú la atiendas.

—A ver señora, eche aquí su dentadura.
Salió de la alcoba con la mordedera en un vaso de plástico con cierta arrogancia, finalmente a ella no le había permitido lavarla, así como colocar el cómodo debajo de sus glúteos desnudos, bañarla de cuerpo completo, administrar los medicamentos y darle de comer en la boca. A la hija le correspondía ser la enfermera auxiliar encargada de invitar a las visitas, recibirlas con esa gracia particular que sus hermanos envidiaban y subir helado en copas a la habitación, no sin antes verificar que todo estuviese en orden –no fueran a pensar las visitas de elite que sufría un conflicto económico, mucho menos después de la enfermedad de su marido.

Tras lavar la dentadura entró nuevamente a la recámara, entregó la mordedera a La Señora y sacó de su bolsillo un cepillo de dientes partido por la mitad.
—¿Qué le pasó a tu cepillo de dientes? ¿O es el mío?
La hija aparentó sorpresa.
—¿Cómo?
—No sé si sea el tuyo o el mío, pero esto llegó a su límite, creo que deberíamos concentrarnos en que La Señora necesita ayuda y estamos aquí para ello.
Salió de la recámara a punto de enfadarse pero prefirió reír, y a apenas bajaba el tercer escalón cuando la hija preguntó apoyada en el barandal
—¿No estarás pensando que yo lo hice, verdad?
—Sólo me pareció demasiada coincidencia, voy a suponer que es el mío—desgraciadamente sus cepillos eran idénticos—dijo sin voltear, bajando las escaleras con el ceño tallado de ironía.
Al subir de nuevo con la toalla que requería La Señora para lavar sus manos, apenas la entregó a la fracturada cuando la hija volvió a preguntar lo del cepillo.
—Creo que es momento de hablar.
Tomó su cajetilla de cigarros y la condujo a su recámara. Le habló de espaldas viéndola a los ojos a través del espejo del tocador.
—Entiendo que la cosa no es conmigo, pero ya estoy en medio del asunto…

La cosa era cierta. Su madre nunca la aprobó del todo y cada visita había sido, desde su casamiento, una nueva lista de motivos para alimentar su rencor. De cualquier forma, había que hacerla entender que La Señora era así con todos y que a sus ochenta y tantos años no habría algo capaz de hacerla cambiar. Intentó con varias analogías —Con la menor pasa igual…la cosa es que al resto de sus hijas no las conoce en la intimidad del hogar, y a ti sí, como a la otra que vive fuera, por ello tiene conflictos también con ella; al resto las conoce de ‘visita’, no sabe cómo tienden la cama, cómo arreglan los armarios, y cosas así por el estilo. A La Señora le gusta entrometerse, pero no te lo tomes a pecho, no te está juzgando como ser humano, trata de educarte como hija.
—Siento tanto dolor…
Entonces sacó su diario, cuya finalidad era sacarle provecho a las pasiones y dejar claro lo tanto que amaba a sus seres cercanos. Leyó pasajes sobre la muerte de su hija, sobre el sentido de la vida. Había entre líneas la agonía lenta de quien detesta la vida y persiste en ella por complacer a la sociedad.
—Pero nunca he podido escribir nada sobre ella. Quiero decir cosas bonitas, pero no puedo.
—Quizá deberías primero desahogarte, escribir lo que realmente piensas.

Se dejó abrazar por ella, la apapachó con unas cuantas palmadas y no hablaron más del tema, ni del por qué le había dolido tanto que el hijo mayor no le encargara el dinero de las medicinas, ni por qué ella no podía cuidarla sola.
…Si tan sólo pudiera percibir la desilusión, el odio que subyace las líneas que considera tan inocentes— pensó al bajar nuevamente las escaleras. En La Güera había cierta ceguera intrigante, la máscara inocente de la víctima, un odio profundo al victimario elegido por ella desde niña. Había en ella un poder de caracterización capaz de transformar a La Señora más querida de la familia en un ser insensible y malvado, así como de revivir las batallas de la adolescencia ya en su edad madura, lo cual podría servir para argumentar a favor de su locura o de la malformación cerebral que probablemente había heredado de su tía, sino fuera por el hecho de que La Señora era La Madre de La Cegüera.



El resto de la familia llegó una semana después de la caída. No faltaron los cuestionamientos, el morbo siciliano que los incitaba a preguntarle cómo se había comportado la hija en estos días. Ya todos sabían que había llorado un par de veces, y que había dejado de comprar el periódico y de asistir a las reuniones de la societé del deportivo para dedicarle todo su tiempo a La Señora. También sabían que invertía la mayor parte del tiempo en arreglarse para recibir a las visitas y tener la casa impecable a todas horas. Y por ello todos estaban profundamente agradecidos, aunque ella se empeñara tanto en ser reconocida como la enfermera estelar. Tal vez, sino fuera por sus risas, su figura extrovertida y su afán por mantener la casa llena, La Señora se hubiera instalado en la depresión, y muerto quizá, lentamente. Mientras el doctor y quienes atendían sus necesidades primarias se encargaban de mantener el cuerpo de La Señora, ella se encargó de mantenerle el alma despierta.


Pasaron los meses sin que La Cegüera visitara a su madre en la casa de su hermana menor, sin que pudiera demostrarle al resto de la familia, ni a La Señora, que podía perdonar y cuidarla. Alguna vez comentó que había empezado a escribir sobre La Señora, quizá cuando termine, si es que la muerte no la visita primero, pase a hacer visita a su madre.





miércoles, 2 de julio de 2008

La Radio Sorda



Foto: Rigo Borda


Voy a contar esto bajo el orden cuadrangular de la mirada, para que Ella, pueda comprenderlo algún día:

Escena 1:

Ella duerme entre él y el radio, el bulto en el área izquierda del colchón y sobre el buró, el telégrafo sin cables. Éste, además de cumplir la función de despertador, es como un loro que distiende los monólogos, fauna oportunísima para sublimar los deseos. Pues no bastaba ya la proximidad de los cuerpos, la cohabitación anímica, hacia falta una respuesta, siempre una respuesta, una simple y sencilla confirmación sonora de pelota de ping-pong.

—No tiene caso, nunca dejarás de posar tus pechos sobre mí sin decir una sola palabra—le decía mientras acariciaba su espalda acompañada por Pastorius, y después por Coltrane.

—¿Y Mingus?, y la radio nunca contestaba.

Ya para esas horas los ronquidos eran gárgara a través de los acordes, pistones carburando una chispa onírica. Lo mismo daba si dormía, el aparato nada significaba para ella, las cursilerías de algunos programas, el academicismo de las voces matutinas, el mecánico sonsonete de la alarma.
Y no sólo ahí, en la alcoba, los oboes eran no otra cosa que lustroso escenario, siempre como un colmo de imágenes que aligeraba el silencio, (también para él, acostumbrado ya a la sinestesia).

Pero siempre el mal sabor del ojo: verla ahí en su néctar de guanábana madura, para después llegar al agrio sabor de los huesillos cuando se les muerde; saber que sólo habían impreso huella sus manos y quizá algo parecido a una sordina cansada; que antes de conmoverla había aprendido a esculpirla, que si podía presumir de cierto lirismo, sólo podría hablar, en ese momento, de aquello que emulaba su nariz respingada sobre la almohada.

Escena 2:

La alarma lo despierta. Él a ella con las ventosas del habla sobre el cuello y los hombros. Davis yBrubeck preceden al noticiero. Irrumpen las batallas del territorio, las marítimas, las comerciales, las filosóficas, todas concatenadas por un discurso unilateral, como el suyo, que nunca recibiría un “hemos escuchado su opinión, mire, creemos que las cosas son así, usted sabe a qué nos referimos” o simplemente un “te escucho”. Las noticias amenazan y a manera de corolario, una gimnopedia desnuda el baile de los pugilistas.

Ella despierta y saluda al día con las manos, como decorando el silencio con capullos que se abren y cierran. Siempre capturando las noticias y hechizando el ambiente con reminiscencias de la jones y susunshine. Y era tal su agilidad, que apenas una molestia impulsaba desde el húmero un índice definitivo, ya el puño condescendía a ocultarlo, ya el pulgar invitaba a las falanges a suavizar el gesto pendiente en el aire, ya el seño sugería una furia y entonces se veía las manos arrepentida, sin poder gritar. Y a él correpondía un Wagner introducido por la voz monótona y gangosa del locutor: Parsifal, como en la Patagonia, abría aquí un discurso iniciático: que a Debussy le gustaba y que a Nietszsche no, sí, pero además, que ella guardaba un secreto más allá de la voz y que aun era tiempo en que mataba cisnes indiferente a sus virtudes.

Escena 3:

Sobre la mesa de la alcoba una caja de cereal inflado. Ella nunca gritaría: se acercó al aparato para descifrar en sus bocinas una huella, los números fluorescentes, los puntos intermitentes del reloj digital, una presencia que suponía siempre ahí y que encontraba sin siquiera poder percibirla.

—No tiene caso, nunca dejarás de posar tus pechos sobre la radio sin decir una sola palabra, atinando con la perilla, de manera mágica e indescifrable, en la estación oportuna—le decía observando su espalda desde la mesa mientras sumergía la cuchara en el tazón, acompañado por Pastorius, y después por Coltrane.

—¿Y Mingus?, y nunca contestaba.

Ella, sigilosa como si se escuchara, vuelve a las sábanas para dormir. Lanza con la mano un beso a la fauce bajo su nariz aguileña y cambia de estación, atinando con bálsamo nuevamente.

—Siempre tu mano escultora como una curación para mi llanto de clavecín—le dice ahora sin esperar nada a cambio y escuchando, solitario en los oídos como siempre, duerme duerme negrito, que tu mama está en el campo, negrito...